REAL SEMINARIO DE SAN CARLOS
Situado en el centro de la que
fuera la judería de Zaragoza se levantó en 1567 a instancias de la Compañía de
Jesús el denominado por aquel entonces Colegio de la Inmaculada y el Padre
Eterno.
La andadura de esta institución
comenzó desde que se instalaran en unas casas compradas entre 1554 y 1557 junto
a la sinagoga de Nuestra Señora de Belén, la cual sirvió de iglesia para el colegio,
hasta que se construyera una nueva que sería inaugurada en 1585.
El Colegio gozó de gran prestigio
en la ciudad y entre sus ilustres moradores destacamos a Baltasar Gracián que escribió
aquí dos de sus obras más recordadas como son “El Criticón” y “El Comulgatorio”.
A partir de 1767 y tras la
expulsión de los Jesuitas, paso a convertirse en Real Seminario de San Carlos
Borromeo, en honor al rey Carlos III. En la actualidad sirve de residencia a
sacerdotes ya retirados de su oficio.
El edificio es una joya de las
artes barrocas en Zaragoza; sus estancias se distribuyen en torno a un amplio claustro
de líneas barrocas clasicistas muy depuradas, sin apenas añadidos desde el
momento de su construcción, lo cual le aporta mayor valor si cabe.
Llama la atención su amplia
escalera de tipo claustral que nos sirve para comunicar con las diferentes alturas
del conjunto en donde se distribuyen las habitaciones de los religiosos. Cada
piso se engalana con un curioso arrimadero con esgrafiados de diferentes formas
geométricas que nos recuerda la tradición mudéjar y todo el conjunto se corona
con una soberbia cúpula, convirtiendo al bloque de la escalera en un ejemplo
bellísimo y poco común en nuestra ciudad.
La pieza estrella del conjunto es
sin duda la iglesia, planificada por Pedro de Cucas sigue el modelo de otras de
la Compañía de Jesús en donde la permanencia del gótico se hace patente en la
utilización de las bóvedas estrelladas que coronaran sus tramos; así como el
tipo de planta de nave única con capillas entre los contrafuertes. A lo largo
del siglo XVII se terminará de perfilar las últimas partes de la iglesia, como
son la Capilla de San José en 1692 o la fachada de la misma, obra de Jaime de
Busignac y Borbón finalizada en 1679.
La mencionada capilla de San José
o de la Comunión es un auténtico prodigio barroco. Construida a expensas de las
Duques de Villahermosa es una pieza que se comporta como una pequeña iglesia
independiente. Cuenta con coro propio y se embellece con un espléndido retablo
jalonado con las esculturas orantes de los propios duques, María Enríquez de
Guzmán y Carlos de Aragón.
Volviendo a la iglesia, la impresión que nos produce su contemplación es sin duda apoteósica, debido sobre todo a la profusa decoración
escultórica que inunda todos los espacios integrándolos en un conjunto único y
desbordante. Todo este alarde decorativo se debe a la renovación que a partir
de 1723 llevaron a cabo varios hermanos de la Compañía dirigidos por una figura
que debemos destacar y que fue Pablo Diego Ibáñez también conocido como hermano
Lacarre. A él debemos las piezas más relevantes como son el altar mayor
dedicado a la Inmaculada; el Santo Cristo que preside la Capilla de las Reliquias
y el idear la colocación de 11 esculturas de santos sobre peanas en el espacio
entre las capillas que sirven para enfatizar el camino hacia el altar y que
sirvieron de inspiración a la moda de años más tarde impondrá José Ramírez de
Arellano en otras iglesias de la ciudad.
Del anterior retablo mayor hoy se
conserva en una estancia de los pisos superiores del edificio dedicada a
oratorio el soberbio Calvario (Cristo, María y San Juan) que lo coronaba obra
de Juan Miguel Orliens y que podemos fechar en 1599.
Verdaderamente estamos ante un
edificio de una belleza que no deja indiferente a nadie, en donde la grandeza
de la primera impresión se acrecienta con el deleite que supone la
contemplación de los múltiples detalles que emanan pulsiones de inspiración
humana que nos proyectan hacia el prodigio místico de lo divino.
Gran trabajo. Ojalá hubiera planos de tan magnífico edificio. Gracias por el tiempo dedicado
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