palacio de PEDRO MARTINEZ DE LUNA

En un lugar destacado del Coso zaragozano, aquel que en el siglo XVI era el escenario predilecto donde se alzaban las más imponentes casas que la alta nobleza aragonesa construyera en la capital del reino se yergue aquella que mandara hacer el que por aquel entonces era Virrey de Aragón, Pedro Martínez de Luna.


La casa que hoy es sede del Tribunal Superior de Justicia de Aragón es verdaderamente un edificio imponente, poderoso y si hoy nos sorprende, podemos imaginar la impresión que debía causar antaño.
Contextualizándola en su tiempo, lo que podemos destacar para entender mejor este edifico, es que es clara muestra del poder de su dueño, está concebido para ser escaparate ante la ciudad de quien mora en su interior. Si los edificios que se construyen por aquel entonces, en la mitad de la centuria del quinientos, tienen ya una escala menor y una decoración muy refinada en su interior–ejemplo de ello son las casas de Gabriel Zaporta, Diego de Aguilar o Miguel Donlope-, aquí todo es grandeza y sobriedad.
Analizando la fachada, lo primero que nos llama la atención es el uso de la piedra hasta el primer piso, hecho este que hace del palacio un ejemplo único en Zaragoza. Conocemos los artífices del proyecto y podemos comprobar el cuidado que se puso en esta parte del edificio, trayéndose la piedra de las canteras de Épila propiedad del Conde de Aranda.  Además, la fachada muy rítmica por otro lado en la utilización de arcos en ladrillo que se intercalan con los grandes ventanales de la planta noble, así como la enorme galería de arquillos del piso superior queda enmarcada por dos imponentes torreones, claro recuerdo de la arquitectura palacial medieval.
Pero es sin duda la portada edificada en 1553, obra de Guillaume Brimbez, el más claro distintivo de esta casa. Dos enormes gigantes, identificados con Hércules y Teseo franquean la puerta de ingreso y son tratados como elementos protectores del lugar. Sobre ellos se desarrollan una serie de elementos que enfatizan la alcurnia del noble propietario. Un friso nos presenta la procesión del triunfo de Cesar, el tímpano se corona con el dios solar Helios acompañado con el Ocaso y la Aurora y pese a que hoy no podemos apreciarlo, debemos recordar que sobre éstos se situaban dos figuras que portaban los escudos de los Luna y los Mendoza, los señores de la casa.





 El interior, al cual accedemos a través de un amplio zaguán, se articula a través de un inmenso patio jalonado de columnas anilladas que nos evoca una cierta frialdad por la sobriedad de sus líneas sólo animadas por el arrimadero de cerámica verde y blanca. Seguimos conectando con el simbolismo de grandeza, alejado del desbordamiento decorativo de las casas burguesas que se entiende como superfluo.






Hecho este que seguimos percibiendo en la imponente escalera claustral que nos lleva a las estancias del primer piso. Toda esta zona del edifico ha tenido importantes trasformaciones a lo largo de los siglos debido en parte a los diferentes usos que ha tenido el edificio en su conjunto. Lo que hoy vemos es fruto de la profunda restauración de los años 20 del siglo pasado, obra de Regino Borobio.





Destacan las estancias del piso noble que miran al Coso. Por un lado, encontramos dos amplias salas con balcones al exterior y cubiertas con esplendidos artesonados de madera que apoyan en frisos muy desarrollados. Y por otro, las dos estancias que se alojan en las torres, una sala también con bello artesonado y la capilla que nos muestra uno de los conjuntos más interesantes de todo el edificio, con una original techumbre acasetonada de medio cañón que sirve de palio a un altar donde encontramos un sobrecogedor Cristo en tensa agonía.



 









Me despido de este lugar echando un vistazo de reojo a la cartela que sobre una de las columnas del zaguán de entrada, presenta la efigie de un personaje acompañado de dos amorcillos que sostienen una corona y es testigo perenne de todas aquellas vivencias que han acaecido en este lugar. Quiero pensar que es el propio Pedro Martínez de Luna -Conde de Morata-, el que me observa…

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