una Mezquita del siglo XI

Nos situamos dentro del recinto de la Aljafería, el palacio de recreo que mandará construir Abu Yafar Ahmad Ib Sulayman Al-Muqtadir Bi-llah –segundo príncipe de la Taifa de Saraqusta. 



 

Este dirigente pertenecía a la dinastía de los Banu Hud que reinarán en la mencionada taifa entre los años 1050 y 1083 y descendían –creyéndose ellos mismos los más legítimos- de los mismos soberanos políticos y espirituales del extinto Califato de Córdoba.

Es en este contexto, donde el nuevo palacio y sus estancias desarrollan todo su esplendor. Entre sus muros renacerán un corolario de artes sin igual, paradójicamente a la par que el poder político de la taifa languidecía hasta precipitarse a un camino sin retorno. Un canto de cisne al precio de su propia existencia.

 


La parte más noble del edificio se articulaba en una sucesión de estancias que tenían como destino final el Salón Dorado –siguiendo el modelo de los castillos-palacio sirios del periodo omeya del siglo VIII como lo fuera el castillo de Msatta.

Íntimamente unido a estas estancias que son el lugar privativo del soberano encontramos la pequeña mezquita –podríamos decir que más bien es un oratorio – un lugar de excepcional belleza que bien merece le dediquemos nuestras miradas y pensamientos.

 



A través de un profundo pórtico nos encontramos ante la soberbia portada profusamente decorada que nos introduce en una estancia de planta octogonal articulada en dos pisos y cerrada con una cúpula (esta última es una reconstrucción ya que la cubierta original se perdió al edificar otras estancias en época medieval). 

Todo el conjunto esta embellecido a través de la combinación de arcos mixtilíneos que se complementan con una profusa decoración de ataurique en la parte baja y con pinturas “al seco” de motivos vegetales y geométricos en la superior. Destaca además y abierto en unos de sus muros el pequeño Mihrab, de planta octogonal y que está orientado al sur como era habitual en Al-Ándalus. Queda remarcado por un amplio arco de herradura y se cubre con una exquisita bóveda de concha.

 






La pequeña mezquita se convertirá así en la joya que orna este turbante de maravillas que era el Palacio de la Alegría saraqustí. El lugar desde donde se irradió una sensibilidad única que sentará las bases y será inspiración constante para el posterior arte mudéjar, plagado de formas constructivas y decorativas que tendrán aquí su origen.

Os invito a un paseo sosegado por este lugar trascendente, a sabiendas que no hay lugar para la indiferencia.


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